Capítulo 3.
La llegada a la
estación fue estrepitosa. Estaba llena de gente, en su mayoría jóvenes
abnegados como nosotros, pero también había varios trabajadores que se dirigían
al centro de Hillary. La Estación Oeste de Hillary era un gigantesco edificio
de ladrillos rojos, con un destartalado cartel de luces que indicaba la partida
y llegada de los trenes. Había unos pocos árboles sin hojas a ambos lados de la
puerta principal, la cual no dejaba de abrirse y cerrarse.
El tren partía dentro de unos veinte minutos,
así que teníamos tiempo de sobra para hacer todo el papeleo y llevar los bolsos
al vagón de equipaje. André aparcó en el estacionamiento y comenzó a sacar todo
del coche.
-Ian, ayuda a tu prima
con el baúl. Yo llevo tus bolsos.
¡Lo que costó sacar
ese enorme baúl del coche! Jadeando, logré que aterrizara en brazos de Ian,
quien se inclinó un poco bajo su peso. Fuimos cargándolo, cada uno tomándolo de
una manija, hasta la puerta principal. André nos seguía pisándonos los talones;
no se separó de nosotros en ningún momento.
Dentro, era todo un
enorme bullicio de gente. Había tanto
ruido que era imposible hablar con alguien que tenías al lado, y hacía tanto
calor que pronto ambos nos quitamos nuestros abrigos. Ian llevaba una camiseta
ajustada al cuerpo de color azul y pantalones negros. Era un chico atractivo
para mí, al estilo clásico. Era bastante flacucho y alto, de cabello castaño
perfectamente peinado y ojos color azul. Casi siempre iba con el ceño fruncido,
no de muy buen humor, y pateando cosas mientras caminaba. Lo único que lograba
apaciguarlo era la pintura, básicamente vivía de ello.
Apenas dimos unos
pasos dentro del enorme edificio, una joven rubia de enormes ojos celestes, se
nos acercó. En su blusa blanca llevaba una plaquita donde decía Sofía. Ian le lanzó una miraba de
aprobación antes de que esta comenzara a hablar.
-Buenos días,
bienvenidos a la Estación Oeste de Hillary. ¿Les molestaría decirme que tren
tomarán? Ya mismo recogeremos sus datos.
-Nuestro tren es el de
las cinco de la tarde, con destino al Instituto de Preparación.-dijo Ian con
una sonrisa provocadora.
Lo fulminé con la mirada. ¡La acababa de
conocer!
-¿Dónde dice que
podemos completar los papeles?-dije en tono cortante y con una sonrisa fingida.
Sofía nos regaló una
enorme sonrisa y comenzó a abrirse paso entre la gente, indicándonos que la
siguiéramos. Ian no ayudó a cargar mi baúl, se dedicó a observar el trasero de
Sofía, con una gran sonrisa de satisfacción en la cara. Su padre no parecía
darse cuenta de nada, o simplemente lo dejaba pasar.
Lo golpeé con el
hombro al pasar, pero siguió con su cara de embobado.
La rubia nos condujo
al vagón de equipaje, donde tomaron nuestros datos con rapidez y pegaron varias
etiquetas en nuestros bolsos. Sofía nos volvió a llevar a corridas hacia una
pequeña oficinita, lugar donde nos pidieron nuestras huellas digitales y nos
sacaron una fotografía a cada uno –la mía tan asquerosa como puedas imaginarte
–y armaron en tan solo unos minutos nuestras tarjetas de identificación.
Mi tío no dejó de
seguirnos ni por un segundo, mirando nerviosamente a su alrededor. Había
demasiada gente, gente que empujaba, gritaba y corría de un lado para el otro.
Familias despidiéndose, algunas entre lágrimas de orgullo, otras nerviosas. La
tensión ansiosa que recorría la estación me contagió, por lo que no dejé de
apretarme las manos, apretar las de Ian, y ponerme de puntillas para ver cuando
partía el viejo tren.
Para que mentir:
estaba nerviosa, asustada y entusiasmada. Quería que todo ocurriera ya mismo,
que terminara el año y que pudiese volver a mi hogar. ¿O acaso quería llegar al
Instituto y aprender a utilizar mi alma de abnegada?
Uf. Sí, era esa
expresión la indicada: uf, uf, uf.
-Por dios, Megs,
quédate quieta.-masculló Ian.
-No.
Giró la cabeza de
golpe y se encontró conmigo de brazos
cruzados. Alcé las cejas.
-Necesito descargarme.
Si no voy a explotar.
-¿Qué es lo que te
pone tan nerviosa? No nos van a cortar la cabeza ni nada…
Abrí los ojos con
espanto e Ian se encogió de hombros. André me rodeó con un brazo y miró a Ian
con severidad.
-Ian, por favor.
Intenta no alterarla más de lo que ya está, ¿quieres?
Suspiré e intenté
relajarme. Esto se me estaba yendo de las manos. No nos iban a cortar la cabeza ni nada, intenté convencerme.
Respiré profundamente, aflojando mis manos tensas.
Se escuchó el silbato del tren, teníamos que
subirnos ya mismo. Lancé un gemido apenas audible.
El ruido y las
corridas se multiplicaron por mil. André nos condujo –a mí, mejor dicho me
arrastró –hacia nuestros vagones. Ian me miró con el ceño fruncido, parecía
estar pensando que de verdad yo había perdido los únicos tornillos que me
quedaban y que apenas tuviese la oportunidad, iba a escapar.
La despedida fue tan
breve que necesité recibir varios empujones de parte de Ian para reaccionar y
despegarme del suelo. Me sentía como una niña en su primerísimo día de clases,
una cobarde que no quiere dejar a su mamá. No se atreve a ver lo nuevo ni
experimentar lo difícil. Algo la aferra a su hogar, su tierra de recuerdos;
algo tira de ella hacia lo desconocido. ¿Era yo esa niña, o en realidad podía
llegar a ser igual de valiente que mamá? Ella, que lo había dejado todo para
cumplir con su papel de abnegada a la perfección. Había dejado que acabasen con
ella sin miedo a saber que habría después. ¿Y yo ni siquiera podía subirme a un
estúpido tren?
Suspiré y moví las
piernas hacia adelante. Unos hombres me ayudaron a superar la enorme distancia
entre el vagón y el suelo. Ya no había vuelta atrás.
Dentro, todo era una
enorme estufa. Se escuchaban risas y grititos de entusiasmo; claro, ¿cómo no?
Era un tren lleno de adolescentes con las hormonas a tope. Adolescentes que
pronto comenzamos a sudar como locos y a abrir las ventanas en un ataque de
desesperación.
Las paredes de los
vagones eran de un verde oscuro, sucias y descuidadas, y ninguna de ellas
estaba vacía. Ya fueran fotografías viejísimas o luces –algunas funcionando,
otras titilando –, las paredes que nos rodeaban parecían de otra época. Era un
tren precioso. Aunque podría tener un mejor aroma…
Los pasillos angostos
eran intransitables, recibí montones de empujones hasta poder llegar a un par
de asientos libres. Ian se me perdió en el camino, así que tuve que sumergirme
en ese océano de gente hasta encontrarlo y arrástralo a los asientos. Estos
eran de cuero marrón, totalmente desgastado y con algunos garabatos.
Acabamos sentados,
totalmente exhaustos.
-¡Esto es el infierno!-me
quejé, apartándome el cabello de la cara.- Podrían limpiar un poco este lugar.
-Deja de quejarte ya,
Megs. ¿Es que no has visto ya la cantidad de chicas guapas que hay ahora mismo
en este tren? ¡Es fantástico!
Guau. Ese era mi
primo.
-¿Piensas esperar a
pisar el Instituto para comenzar a besarte con todas las chicas?-le sonreí. Ian
necesitaba a una mujer para vivir, como si del agua se tratase.
-De hecho…
Agachó la mirada, sin
dejar de sonreír.
-¡Ian!-mascullé. Abrí
los ojos y alcé las cejas con horror.- Dime que no es cierto, porque si no…
-¿Qué crees, primita?
No, todavía no he capturado ninguna presa, quédate tranquila.
Rió con fuerza. Era
increíble.
-No sé si tu hermana
ya te lo ha dicho, pero las reglas en el Instituto son severas y no cumplirlas
te dejará mal parado. Si no me equivoco, andar besándose por los pasillos no es
algo muy recomendable, en especial con la directora paseando por ahí.-aseguré.
Y no mentía. Luego me acerqué a él, poniendo mi mejor cara dramática.-Por
favor, Ian, no dejes que te echen el primer día. Piensa en tu adorable prima.
¿De verdad me dejarás sola?
Me siguió el juego al
instante y su expresión se transformó completamente. Intenté no reírme, aunque
fue en vano.
-¡No lo haré, Megary!
¡Prometo no abandonarte nunca!-gritó con voz grave y graciosa. Unas chicas que
pasaban por al lado nuestro nos miraron con cara extraña. Ian se acomodó con
rapidez.- Hola, chicas. ¿Disfrutando del viaje?-dijo utilizando su tono
seductor.
Reí a más no poder al
ver como las chicas salían ahuyentadas.
Cuando conseguimos
calmarnos del ataque de risa, conseguí acomodarme con mis piernas sobre las
suyas. Él ni se inmutó, aunque eso no era de esperar. Esa posición solía
acompañarnos la mayoría de las tardes que compartíamos; ya era una vieja
costumbre.
Ian abrió la boca para decir algo, pero un
pitido que sonó a lo largo de todo el tren y que nos dejó una mueca en la cara
a todos lo interrumpió. Varios sacaron los brazos por las ventanillas para
saludar a sus familias por última vez mientras el tren partía. Un escalofrío me
recorrió el cuerpo entero, pero esta vez era de emoción.
Era el comienzo de lo
que sería un largo año.
¡Espero que te haya gustado, personitaqueestáleyendoesto!
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