Holaaa gente que esté por ahí :D
Dejo el Capítulo 2 de Abnegados por aquí para que lean♥
Capítulo 2
Las cenas en mi
pequeña y humilde casa no eran más que silenciosas. Éramos tres en la mesa: papá,
Savannah y yo. ¿Dije tres? Quise decir cuatro: también mi gato pelirrojo,
Ronquidos, tomaba asiento en una de las sillas.
Era momento de anunciarle la gran noticia a papá.
Él de seguro ya sabía que la carta llegaría algún día, pero no tan pronto.
Ahora tendría que pasar por el terrible momento de ver como sus ojos se
oscurecían, recordando con melancolía a mamá.
Carraspeé, incómoda.
-Papá…-comencé,
dudosa-. Ha llegado una carta ayer por la tarde.
Levantó la cabeza con
una sonrisa.
-¿Acaso no será de tus
primos? La tía Lena me comentó que hoy te habían enviado un paquete con algo
especial. No creí que llegaría tan rápido.
-No, seguramente se
retrasará por la lluvia.
Silencio.
Savannah nos miraba, a
padre e hija, como si estuviésemos jugando un partido de tenis.
Él se me quedó
mirando, mientras yo jugaba con la cuchara y miraba a cualquier lugar menos a
sus ojos.
-Entonces…-dijo,
haciendo una seña con su mano para que continuara hablando.
-Es del Instituto de
Preparación.-solté con apenas un hilo de voz.
Savannah emitió un
gemido apenas audible. Me atreví a alzar la cabeza lentamente para ver su
reacción. Curiosamente, no había ni un rastro de emoción en su cara. Nada. Savannah
me miró con curiosidad de reojo. Ninguna de las dos entendía.
-Magnífico, mi niña.
Serás una gran abnegada, tal como tu madre.
Se me hizo un nudo en
la garganta; tragué, confundida.
-P-pero…-tartamudeó-.
Papá… ¿no te molesta? ¿No estás asustado?
Savannah tomó su plato
y retiró los demás, dirigiéndose a la cocina.
Papá suspiró con
pesadez y dejó caer la cabeza hacia adelante. Su cabello color miel tapaba sus
ojos; pronto tendría que cortárselo. Acababa de afeitarse, dejando ver una piel
color tostada. Y sus ojos… Ah, sus ojos. Estaba profundamente enamorada de
ellos desde que los había visto. Eran azules, pero no como el cielo, ni como el
mar en plena tormenta, eran… indescriptibles. Tenían motas de diferentes tonos
de verdes y violetas, con un resplandor especial. Esos ojos parecían tener
personalidad propia, me dije con una sonrisa interior.
Ahora me miraban con
orgullo.
-¿Asustado? Para nada.
Confío en ti, cariño. Sé que puedes hacerlo mejor que cualquier otro abnegado
en el mundo. ¿Sabes? Desde niña tenías ese instinto protector.- Ahora sonreía y
acariciaba una de las manos de la joven-. Cuidabas de los animales, de tus
primos menores, de nosotros. Apuesto cualquier cosa a que Rose estaría tan,
pero tan orgullosa de ti que podría volar.
Sonreí y reí
ligeramente. Tal vez de verdad estuviese volando sobre nuestras cabezas en ese
preciso instante. La extrañaba tanto…
-Megs, recuerda que en
el mundo no hay persona más fuerte…
-…que uno
mismo.-completé rodando los ojos. Él no había dejado de decírmelo desde que
mamá nos había dejado.
Se levantó de la mesa
y se acercó a mí con una sonrisa en la cara. Me abrazó con dulzura y en menos
de un instante, bailábamos como si fuéramos niños. Papá cantaba. Cantaba como
un ángel de alas que podrían ocupar todo un cielo. Suave como el algodón y
majestuoso como un león.
Por desgracia, yo no
había heredado ni una pizca de su hermosa voz. La mía era más bien… espantosa.
Cuando era niña no me importaba y cantaba con él. Por un momento nos vi, a los
tres, desparramados en el jardín, jugando, cantando, comiendo, juntando flores,
hablando de los secretos de la vida.
-Anda, ve a la cama.
-susurró, rompiendo el momento mágico de padre e hija-. Estoy tan cansado que
podría dormirme sobre una cama de clavos.
-Buenas noches, papá.
Tomé con torpeza al
gato en brazos y me lo llevé a mi habitación. Subí las escaleras sonriendo, con
un gusto fuerte a dulzura y confianza. No me duché, tampoco me molesté en
cambiarme, solamente me metí en la cama, esperando que la agradable sensación que
me inundaba el cuerpo permaneciera allí y ahuyentara las pesadillas.
Ronquidos se acurrucó
pegado a mis piernas y no dejó de ronronear en toda la noche. Detestaba el
nombre que yo misma le había puesto al gato varios años atrás, siendo una niña
inocente. Era tan estúpido e infantil.
Shakespeare. Ese era un nombre excelente, pensé con angustia. ¿Cómo no se me había
ocurrido antes?
Por la mañana
Tuve unos extraños
sueños donde Ronquidos era Hamlet y repetía una y otra vez sus diálogos. Y
llevaba ropa puesta. Fruncí el ceño a medida que más y más escenas del sueño
reciente aparecían en mi cabeza.
Al despertar, me
encontré con un paquete en la mesilla de luz. Lo tomé con un ojo cerrado y el
otro entreabierto, todavía dormida. Me lo habían enviado mis primos: Alissa, Ian
y Katia, todos hermanos de June.
Lo primero que salió
del sobre fue la invitación. Un lindo sobre artesanal se deslizó hasta caer con
suavidad en la cama. Lo abrí con delicadeza y lo leí con una sonrisa en la
cara. Anunciaba el casamiento de Lena Chassier y André Jolie-mis tíos de parte
paterna-, el sábado, en la playa.
Con bronca, dejé a un
lado la invitación. No iba a estar en casa en esa fecha: ya estaría en el
Instituto y, aunque fuesen mis tíos, no creía que me permitiesen salir en la
primera semana. Suspirando, saqué las otras dos cartas del paquete.
La primera era de
Alissa y Katia, las dos gemelas de trece años. Estaban felices y ansiosas por
la carta que había recibido, y querían que le contara todo en cuanto llegara.
La metió en el baúl, para recordarse escribirles.
La segunda era de Ian,
algo así como mi mejor amigo desde que tenía memoria. Sí, era mi primo, pero
había una conexión entre los dos imposible de evitar. Él también había recibido
su carta de la Instituto (ya que teníamos la misma edad) y no dejaba de
despotricar contra su madre, quien quería prepararle una fiesta de despedida.
No estaba de humor para nada y lo único quería hacer era pasar el día pintando
y, para colmo, se le habían acabado los pinceles.
Me reí con ganas. Ian
tenía un carácter horrible y yo no podía aguantar la risa cuando lo veía
tirando todo por su habitación con bronca por simples estupideces. Iba pensando
en esa vez que Ian rompió un vaso solo porque estaba lloviendo, cuando tropecé
con algo que estaba tirado en el piso. Era frío y duro, necesité levantarlo
para ver que era.
Un medallón de bronce
con forma de triángulo, casi tan pequeño como una gota de agua, colgado de una
cadenita casi invisible. Nunca lo había visto, sin embargo sentí familiar las
luces que emitía cuando lo movía entre los dedos. Casi se me cae cuando se abrió
la puerta de un golpe. Pegué un saltito y cerré la mano sobre la cadena, sin
saber muy bien por qué.
Savannah llevaba la
bandeja con el desayuno y una gran sonrisa.
-Buenos días, mi
niña.-saludó, apartando las cartas de la cama y depositando allí la bandeja-. Hoy
será un día sumamente largo, así que lo mejor será que apenas termines de
desayunar, controles que todo lo que tienes que llevar esté guardado. A eso de
las tres de la tarde, pasarán tus tíos con Ian a buscarte para llevarte a
Hillary. Así que antes de almorzar tienes que estar duchada y cambiada, ¿de
acuerdo?
Hablaba sin parar, de
manera rápida y entrecortada. Se apartó los mechones canosos que interrumpían
su vista y, sin perder ni un segundo, abrió las cortinas. Luego, sin decir
nada, se marchó casi corriendo.
Seguí a pie de la
letra lo que Savannah me había dicho. Desayuné con tranquilidad el café con
leche y toda la comida que estaba en la bandeja. Apenas terminé, recordé que
todavía apretaba con fuerza la cadenita del triángulo.
El ser tan simple la hace especial, pensé, ya que no entendía la enorme
fascinación que me producía ese diminuto triangulito. ¿Qué cosa eres? ¿De dónde saliste?
Dejé la cadenita en la mesilla de luz y me
dirigí al armario de la ropa para tomar una remera sin mangas negra y unos
pantalones.
Me duché mientras
tarareaba una canción cuyo nombre no recordaba. Y me caí. Mascullé un par de
maldiciones. Joder, ¿por qué tenía que ser tan torpe? Me levanté, resbalando
cada vez más. Me resigné a ponerme de pie, y quedé ahí despatarrada, sintiendo
como el agua caía sobre mí.
Era patética. Simplemente
ese término me resumía.
Luego de almorzar, fue
el momento de que me despidiera de Savannah, a quien no vería por lo menos
dentro de un año. Ella derramó gran cantidad de lágrimas porque “su niña estaba
tan grande y ella estaba tan orgullosa de que ya se convirtiera en una mujer
valiente y fuerte”.
Mientras me abrazaba
con fuerza, me susurró en el oído:
-Estoy segura que
serás mucho mejor que cualquiera allí. Todas las chicas te envidiarán por ser
la mejor y ningún chico se resistirá a ti.
Me mordí la lengua; no
quería decepcionarla.
Me dirigí a la puerta,
e intenté abrirla, forcejeando con la manija. A pesar de que no dejaba de
tironear, la maldita puerta no quería abrirse. Después de unos tirones, salí
disparada hacia atrás. Ian me miraba y miraba a la puerta, confundido. Cuando
al fin comprendió que el idiota había logrado lanzarme al piso, largó una
sonora carcajada.
-También me alegro de
verte, Ian.-resoplé, levantándome del suelo.
-Siempre es un honor
verte tirada por ahí.-sonrió y me ofreció una mano, la cual rechacé. Le di la
espalda y tomé mi baúl.- Buenos días, Savannah. Traje una tarta que envía mi
madre, ¿dónde puedo dejarla?
Ian y Savannah
desaparecieron en la cocina, momento que aproveché para correr hacia mi
habitación y buscar en los papeles de la mesa de luz la cadenita. No estaba.
Respiré entrecortadamente. De verdad quería llevarla. ¿Dónde se había metido?
Revolví la habitación,
hasta que con suspiro recordé haberla guardado en uno de los bolsillos de mi pantalón.
En efecto, allí estaba. Bajé las escaleras, aliviada. No quedaba nadie dentro
de la casa, así que salí al exterior, donde el cielo encapotado cubría la
ciudad.
Mi tío, André, estaba
al volante del viejo coche de color negro. Papá metía mi baúl en uno de los
asientos traseros, mientras que Ian observaba el cielo con mirada pensativa.
-¿Ya salimos? Porque
el cielo está a punto de estallar.-dijo Ian abriendo una de las puertas del
coche.-Ven, Megs, viajas en el asiento de atrás.
-¡Ya voy!
Papá se acercó y me
abrazó por unos pocos segundos. Ya nos habíamos despedido antes y no tenía
ganas de hacer una escena, así que me aparté con rapidez y me metí en el coche.
Desde la ventana, observé como las primeras gotas comenzaban a caer y a mojar a
Savannah y a mi padre. Ambos me saludaban desde la puerta de casa.
Agité la mano mientras
el coche se ponía en marcha y me hice una promesa a mí misma: haría que ellos
estuvieran orgullosos de mí.
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